Las noches se convirtieron en eternas horas
angustiantes. El invierno cayó en pleno diciembre y los lagrimales de Amelía se secaron.Las estrellas poco a poco se apagaron en su cielo, dejando el manto oscuro de la noche.
El piano suena en el fondo de cada pensamiento,
Yann Tiersen castiga los recuerdos y transporta las calles de París hasta su ventana, haciendo que los
automoviles se muevan al ritmo de esas notas tan melancólicas, tan suyas, tan dolidas. El sonido de la soledad se aturde, se pierde en la infinidad mientras baila en la nada.
El silencio del teléfono es una tortura, las charlas practicadas ya son repetidas y el fuego de su cama se expandió hasta su corazón, destruyendo todo, dejando quemaduras de tercer grado en cada rincón de su cuerpo por donde él haya pasado. El recuerdo de su blanca piel y sus grandes ojos almendrados golpean una y otra vez en el corazón de la pobre desolada.
Los vestidos de paseo tienen aroma a vida, a tardes de pasto, a sexo alocado. El perfume de Arturo esta en todas partes, es como un eterno soplido del fresco viento, como brisa perpetua que invade a Amelía, que la condena a tragar ese nudo que por momentos habita en su garganta y baja hasta su estomago, haciendo que el mal estar la tire en un rincón.
Los libros suenan absurdos con tantas historias de amor con desenlaces que embarcan en finales felices. Amelía no deja de pensar en cual fue el conflicto que, en su historia con Arturo, llevo a este final, a este amor no correspondido que roza lo obsesivo. Tal vez sea que la historia de amor solo era de su parte, o que en realidad los finales felices solo son aptos para princesas y personajes de otras épocas.
Le queda una hoja en blanco y una pluma para empezar a escribir algo nuevo, para poblar sus sueños y ver que no todo fue tan perfecto.
Entender que la
perfección se pierde cuando se mira de cerca.
